Hay días difíciles. Hay días en que mi cabeza siente el mundo arder, todo es tan fugaz, tan inasible.
El maldito COVID nos está jodiendo. Al mundo. Esta maldita tristeza de escuchar las noticias de muerte, de preguntarme todo el tiempo qué somos y el porqué de nuestra insoportable fragilidad.
A veces es silencio lo que ansían mis oídos. Hay tanto ruido. Todos gritando sin poderse oír el uno al otro. Tanto enojo y desesperación.
A veces todo se siente desalmado, descolorido. ¿Qué es la vida? ¿es tan solo el lapso que acotan inexistencia (antes) y muerte (después)? ¿qué sentido tiene levantarme, si lo que sea que haga ha de esfumarse escasos instantes tras haber pasado? El presente dura un parpadeo, el pasado es irremediable y el futuro incierto. Entonces, ¿qué queda? ¿por qué luchar? Mis padres, mi hermana; amores, amantes y amigos. Todo es tan fugaz, tan inasible.
¿Para qué vivimos? ¿Qué sentido tiene todo? Somos monos listos —los más listos del planeta—, pero monos a fin de cuentas.
Escucho a Barenboim tocando un nocturno de Chopin. Chopin, que murió joven y escribió música tan dolorosamente bella. Chopin plasmó la experiencia de su vida en su obra, y ahora vive en libros, en salas de concierto. En charlas tomando un cafe entre personas viviendo un presente elusivo. En amantes que estrujan sus cuerpos y los contorsionan y mueven sutil o enérgicamente ¿pero eso qué le importa a Chopin, si ya no existe? ¿cuánto le importó en vida el vacío insondable que su transición a la inesencia dejaría en el universo? A Chopin ya no le importa nada, y si le importó, nadie sabe ni sabrá.
Así las cosas. Crear, como método para vivir más allá del cuerpo mortal que habitamos, una vida que resuena en frecuencias que emitimos una vez y quedarán flotando por las eras. Una vida hecha de tinta en un papel. De unos y ceros en un disco duro. De trazos, violines y letras que habiten la mente de ancianos y niños. Una vida que, irónicamente, ya no nos toca vivir a nosotros.